La maleza

La mañana huele a interior de artefacto oxidado. La radio anuncia pinturas acrílicas. Absalón se unta Nivea en los codos. Varios metros cuadrados de maleza ocultan del todo el bungalow de madera podrida. La radio, un radiocassette malparado y polvoriento, colgado en la pared, está conectada a perpetuidad. Los codos se le secan y se le descascarillan y le sangran y le duelen mucho a Absalón. Pían pajarillos industriales. La radio recomienda ahora unos fertilizantes con garantía de calidad. Absalón rebaña la lata azul y pringosa de Nivea, con pelos adheridos, es la última. Al fondo de todo se avecina un silencio psicótico que nunca llega. Grajeas vitamínicas, dice la radio que hay que ingerir. La Nivea se ha terminado. Cerca del bungalow podrido pasa un río oscuro que suena a fritura. El radiocassette considera que ciertos cítricos envasados son los mejores. Absalón abre la puerta con cuidado, se interna en la maleza, hasta el cerezo enfermo, y mata un pajarillo de un plomazo, va desnudo con su carabina remendada. Un perro grande apesta en el rastrojal. En la radio canta una italiana, seguramente rubia y menuda y ya muerta. El escroto de Absalón es como un calcetín cárdeno que le cuelga entre los muslos entecos. La mañana también es cárdena, como el escroto de Absalón. La italiana de la radio canta ahora lejos, sola en la casa, y eso a Absalón le mete miedo en el espinazo, se apresura a desplumar el pajarillo camino de regreso y lo soasa en la fogata momentánea de un gurruño de periódico. El murmullo de fritanga del río oscuro está infectado de demencia, pero armoniza bonito con la melodía italiana que suena en la radio. Absalón se desayuna el pajarillo de un bocado, era un verderón. El escroto se le ha llenado de cadillos y el verderón sabe un poco a Nivea chamuscada, un locutor da la hora, las diez y veinte. El bungalow de madera podrida no tiene un pasado ideal que lo disculpe ni una decadencia progresiva que lo justifique, siempre fue deplorable. La radio anuncia polvos para lactantes. El bungalow nació infravivienda, lo construyeron podrido, Absalón lo heredó podrido y sin escrituras de unos padres ácratas, enloquecidos e incestuosos que conocían el término bungalow y recibían visitas asustadas. La maleza ya estaba ahí. Absalón gime, desasosegado, quitándose los cadillos, y se pee tras un esfuerzo notable de la boca y de la frente. Medita. A sus padres los enloqueció el río oscuro, el murmullo incesante del río que no suena a agua, sino a aceite, pero él todavía aguanta sin cortarse tendones al azar. Se acabó la italiana rubia y menuda y ya muerta de la radio, se acabó la Nivea, ahora la radio pretende que Absalón adquiera maquinaria agrícola duradera. Sin Nivea no puede estar, le asomaría el hueso si dejara de untársela, es como una lepra lo que Absalón lleva en los codos. Hay tantas cucarachas en la casa, tantas arañas, tantas moscas, tantas ratas, tantas escolopendras, tantos gusanos, tantas termitas y tan pocos recuerdos memorables que Absalón, además de nutrido, no puede por menos que sentirse acompañado en la penumbra húmeda y maloliente, las picaduras le hacen sentir vivo aún, los pruritos son a veces libidinosos. La radio apuesta por un detergente inmejorable y económico. Absalón sabe que ha de salir a por Nivea, otra vez, y eso es terrorífico, tanto como enfrentarse a la decisión, nuevamente, de si dejar mudo el radiocassette durante su ausencia o permitirle que anuncie y cante y dé la hora y las noticias para nadie. El silencio psicótico del fondo podría acudir por fin e invadirlo todo si él no está y nada se oye dentro. Pero Absalón tiene que salir a por Nivea, no hay más remedio, y mejor ahora, antes de que el dolor comience a berrearle en los codos y se le desmenucen y le entre por ahí la muerte.

Un hombre sucio y de edad imprecisa trota renqueante por el arcén. Va vestido con un saco de plástico gris que contuvo pienso para piscifactorías, va descalzo y porta un hacha en la mano, parece un guerrero muladar. Pero no es un guerrero. Abrir la verja ha sido concederle la libertad a la pesadilla, salir de la maleza ha sido emerger al pánico, caminar los primeros pasos sobre el asfalto ha sido avanzar sobre piedras suspendidas en el abismo. No obstante, ya está hecho. Vestido, armado y fuera, alejándose del rumor frito del río oscuro y acercándose al silencio psicótico que se avecina y nunca llega. En la autovía la mañana no es cárdena ni huele a óxido intestino, es azul y el sol alumbra de veras con una nitidez estresante, huele a espacio abierto. Hay que darse prisa y no pensar. Casi todos los automóviles le pitan, veloces, en su misma dirección, algunos con mofa en el compás festivo de los cláxones, pero se diría que el hombre no los oye, se diría que el pavor que mueve al hombre no le permite otra percepción que la del alquitranado caliente que pisa y la de la línea blanca a la que se agarra con los ojos estragados de luz. La anterior vez que Absalón salió de la maleza la línea no era tan blanca y no recuerda haber oído tanto jaleo. Están más locos. Ya falta menos. Absalón no sabe leer, pero reconoce la imagen de las letras que designan la ciudad en la indicación del desvío. Allí se ve, al fondo, sobre la loma. Allí es donde bulle el silencio psicótico que se avecina y nunca se presenta y de donde vienen los anuncios y las señales horarias y las canciones italianas que llegan al radiocassette descarcasado y siempre encendido. Finalmente Absalón lo ha dejado encendido y ahora, mientras camina, siente un malestar gástrico al visualizar el aparato sonando para nadie en el bungalow podrido. El calor aprieta, el sudor le pega el saco de plástico al flaquísimo cuerpo desnudo, le apelmaza las encanecidas greñas. Usa el hacha a modo de bastón, la mano en la hoja, le duele un pie. El pie se lo lesionó Absalón al patear una alimaña de mala manera, hace años, cuando no las soportaba, si bien desde entonces el metatarso se lo recuerda todos los días. La carretera se ha estrechado. Le da igual que los coches no le dejen en paz con su vocerío ululante. Absalón va a por Nivea para sus codos. Al polígono industrial llega, arrastrando la pierna, extenuado, una hora y media después de haber salido de la maleza. Un grupo de hombres se queda mirándolo desde la boca de una fábrica de encurtidos. Absalón se dirige hacia el angosto pasillo de sombra que forman dos tráilers estacionados, apoya la espalda contra un neumático y jadea, gime de placer al sentirse oculto, descansa un minuto. Un gato le mira con sueño desde la cima de una de las ruedas del camión de al lado. El sudor le gotea por el borde de las faldas del saco. Le dan ganas de quedarse a vivir en esa franja de sombra fresca y a cubierto y aromática de grasa y con gato y con cielo azul en el techo, tan cerca de la Nivea. Pero también tan cerca del silencio. Absalón respira hondo dos veces y sale de nuevo al sol. Tuerce por una calle, bebe un culo de agua calentona de una botella que encuentra en el suelo, el hacha ya no es bastón, vuelve a ser arma, bamboleante en su mano, al son de su cojera. La certeza de estar tan próximo al silencio, en los aledaños de ese fondo psicótico que noche y día presiente como un porvenir funesto desde el bungalow podrido, le infunde a Absalón una urgencia y un ahogo y un estirajón en las entrañas. Dos mujeres jóvenes se ríen de él haciendo ¡uuuh! como los autillos, visten uniformes azulones y se envalentonan según Absalón se aleja, hacen comparaciones zahirientes, se preguntan de qué película de zombis se habrá escapado, chupan sus cigarros con avidez y con avidez buscan la complicidad guasona de unos porteadores de maderas contrachapadas. Absalón avanza. En el umbral de la puerta del almacén de venta al por mayor de artículos de droguería y cosmética Absalón grita ¡don Francisco Juan! dos veces, ¡don Francisco Juan!, con su voz muy aguda, causando sobresalto entre la escasa clientela y un violento respingo a la mujer encargada de la caja, madura, morena y maquillada en exceso. Desde el mostrador le pregunta qué quiere y Absalón, sin entrar, obviando a la cajera, vuelve a gritar el nombre de quien busca, ¡don Francisco Juan! La escasa clientela hace como que no ocurre nada, hace como que una criatura enjuta, greñuda, mugrosa, ataviada con un saco gris que contuvo pienso para piscifactorías y que lleva un hacha en la mano no está pegando voces en el umbral de la puerta del almacén de venta al por mayor de artículos de droguería y cosmética al que han ido a abastecerse, mas alguno que ya se marchaba retrasa el momento para no pasar al lado de semejante esperpento. Acude un empleado gordísimo, los cortos brazos como alas irreplegables, y al acercarse al hombre del saco gris y el hacha en la mano se le arruga el rostro y se aparta en el acto como de la flama de una lumbre, despedido por el hedor. Hostia puta, masculla. Absalón sabe que ese hombre no es don Francisco Juan y vocifera otra vez su nombre, ¡don Francisco Juan! El empleado le ordena con las manos que no grite, le dice que don Francisco Juan no está, tiene la cara descompuesta por las náuseas, le pregunta qué quiere, pero no le es posible aguardar una respuesta, se tiene que alejar conteniendo una arcada. A Absalón le trae sin cuidado lo que a ese hombre gordo le pase. Ya ve venir a don Francisco Juan, más viejo, con su camisa blanca y su corbata negra de la otra vez, de todas las veces, muy serio, se diría que apenado. Absalón sonríe. La sonrisa de Absalón consiste en abrir la boca y rebullir la lengua. Don Francisco Juan le indica con los dedos que se aleje de donde está y Absalón obedece al instante. En la calle, mientras don Francisco Juan saca del bolsillo un pañuelo para aplastárselo contra la nariz y la boca, Absalón le muestra los codos y pronuncia Nivea en un tono escalofriantemente neutro. Don Francisco Juan asiente y le pregunta si necesita algo más. Nivea, repite Absalón. Aquí no tienes que venir con hachas, lo reprende don Francisco Juan con la voz sofocada por el pañuelo, y lávate de vez en cuando, por Dios. Absalón, para hacer saber a don Francisco Juan por qué la lleva, afiera el rostro y blande el hacha contra un atacante imaginario. Me parece muy bien, pero la próxima vez la dejas en casa, por favor, y vístete como Dios manda. Don Francisco Juan se aleja y entra en su almacén. Absalón, bajo la solanera, mira de soslayo a su alrededor, el sudor rezumándole por la barba rojiza y canosa, visiblemente tenso, el hacha contra el pecho, un perro olisqueándole las pantorrillas. Su mente vuelve al bungalow podrido y oculto por la maleza en el que suena una radio para las ratas y las moscas y las escolopendras, ha cometido un error, tenía que haberla apagado, pilas quedan de sobra, la última vez don Francisco Juan le proporcionó muchísimas, pero tenía que haberla desconectado, no es por las pilas, no soporta la idea de los anuncios y las horas y las canciones de las italianas muertas brotando allí a solas, si no le hiciera tanta falta la Nivea ahora mismo emprendería el camino de vuelta, Absalón sabe que don Francisco Juan suele tardar. Se sienta en una arqueta de registro de aguas, el hacha hojabajo atrapada entre las rodillas tumorosas, las manos y la frente apoyadas en el extremo del mango. Empiezan a escocerle los codos, el calor le ha consumido el escaso resto de Nivea que ha podido ungirse y le ha resecado la lepra, soliviantándosela. Alza la cabeza de repente y eso provoca el disimulo forzado de quienes lo estaban mirando. Absalón los mira ahora a ellos, malencarado, uno por uno, ya está bien de tanto mirar. El niño pequeño de una familia que acaba de bajar de un coche verde y grande corre hacia él desoyendo las conminaciones aterrorizadas de su madre para que se detenga. Se le planta delante. ¿Tú quién eres, un monstruo?, le pregunta el niño en tono preocupado, atrompetando la boquita repajolera y manchada de algo. Absalón mira al niño a los ojos con un gesto recóndito, el niño arruga la nariz, pero sonríe. Qué peste hueles, le da tiempo a insolentar antes de que su madre lo agarre de un brazo y se lo lleve de allí como de una congregación de tarántulas, dejando a Absalón con la boca abierta y la lengua rebullendo a causa de la visión de los pechos sueltos que la mujer le ha mostrado al inclinarse para rescatar al hijo. Vuelve don Francisco Juan portando una abultada bolsa blanca con el nombre de su almacén impreso en azul. Pesa. Absalón se pone de pie y mira alternativamente la venida de don Francisco Juan y la ida de la mujer tirando del niño, el grosor y la tiesura del plástico del saco que contuvo pienso para piscifactorías impide que se le note la aborricada excitación. Don Francisco Juan se cubre la nariz y la boca con el pañuelo y le entrega la bolsa, que efectivamente pesa mucho. ¿Qué se dice?, pregunta don Francisco Juan. Gracias, responde Absalón. ¿Y qué más?, pregunta don Francisco Juan. Que dios se lo pague, responde Absalón, humillando la cabeza entre piadosa y desplomada. Ve con Él, dice don Francisco Juan y regresa a su almacén, parsimonioso, monacal, el pañuelo en la cara, como si contara los pasos o les fuese rezando un salmo a cada uno, imagen de un hombre en paz retirándose al templo de su sustento.

Tu mi fai girar tu mi fai girar come fossi una bambola, canturrea Absalón con la boca torcida y el timbre de voz de las gaviotas. Letras y melodías y textos publicitarios y boletines informativos suelen parasitarle la memoria y desalojársela cuando les place, a veces se sorprende él mismo contándole a nadie en voz alta la actualidad política, social, cultural y deportiva que ha oído ese día o hace un mes o hace tres años. Poi mi butti giù poi mi butti giù come fossi una bambola. Es divertido y le hace bien, mantiene alejado al cretinismo. Camino de regreso, por el arcén, Absalón va arrojando a la cuneta los botes de gel de baño, los de agua oxigenada, los de champú, las cuchillas de afeitar, un frasco de agua de colonia, otro de loción contra los piojos, varios tubos de dentífrico, un sobre con dinero, insecticida, varios cepillos de dientes, bastoncillos para los oídos, toallitas húmedas, un rosario dorado, tres peines, cuatro botes de espuma de afeitar, lejía, estropajos, una ranita de trapo, esponjas de colores, matarratas, todo lo innecesario que don Francisco Juan le ha incluido y que hacían de la caridad una carga engorrosa. Absalón se queda con las latas de Nivea, media docena, de las grandes, y con las pilas, más pilas, así la bolsa, sujeta a modo de hatillo en el palo del hacha, es más cómoda de transportar. Absalón ha de librarse asimismo de la persistente inflamación que los pechos vivos de la mujer le han ocasionado, de modo que se acuclilla detrás de un cardizal y se la alivia rápidamente. Una botella de agua le hubiera servido de mucho, pero don Francisco Juan no ha debido de caer en eso, don Francisco Juan ya tiene bastante con lo bueno que es y con la generosidad que derrocha y con no olvidar lo que hicieron por él y por la nenita preñada los padres ácratas e incestuosos de Absalón, tan enloquecidos por el rumor oscuro del río de aceite como habilidosos en el hurgo y el raspado, rumia Absalón, quien se acuerda perfectamente de aquella jovencita pálida y chillona, y sonríe. Está contento, pese al miedo, porque ahora es alejarse del silencio psicótico que reside al fondo y se avecina y nunca llega. Tiene la Nivea. El hombre vestido con un saco de plástico gris que contuvo pienso para piscifactorías y que lleva un hatillo y un hacha al hombro abandona el cardizal y reanuda su descalza andadura por el arcén bajo la solana rabiosa, renqueante hacia la maleza, hacia el bungalow podrido y el radiocassette predicante en el desierto, ahora en dirección contraria a los automóviles veloces que le pitan al paso.